El propósito nos da dirección.
Dos historias sobre color, identidad y lo que sucede cuando olvidamos por qué hacemos las cosas.
La semana pasada escribí sobre dos señales del mismo problema creativo: repetir un truco hasta el cansancio y elegir un color del año que no decía absolutamente nada. Dos síntomas distintos de una misma desconexión: cuando hacemos cosas sin intención, sin propósito, sin recordar por qué empezamos.
Y mientras escribía esa edición, me di cuenta de que había dos historias que quería contar después. Dos historias que, de alguna manera, explican por qué el propósito importa más que cualquier tendencia, color o fórmula.
Una viene del origen mismo de Pantone, cuando el color era un caos y un joven químico decidió que había que inventar un lenguaje para poner orden. La otra viene de Leo Burnett, que entendió que un nombre en la puerta solo vale algo mientras el trabajo mantenga su integridad.
Las dos historias hablan de lo mismo que venimos conversando: del peligro de vaciar lo que hacemos, del riesgo de convertirnos en recipientes sin alma, y de la importancia (ahora más que nunca) de recordar para qué existe cada cosa que hacemos.
Esta entrega es la segunda parte de una conversación sobre creatividad, propósito y sentido, y sobre cómo evitamos que nuestras ideas, nuestros proyectos o nuestras marcas se conviertan en fachadas elegantes sin vida adentro.
El color, la puerta y el propósito
Dos historias sobre cómo olvidamos (y cómo recuperamos) el sentido de lo que hacemos.
Hay semanas en las que dos historias que deberían estar muy lejos una de la otra terminan iluminando el mismo punto. Una viene del mundo del color. La otra, de la publicidad clásica. Una nació en una imprenta pequeña de Nueva Jersey. La otra, en la oficina de uno de los creativos más influyentes del siglo XX.
Y aun así, las dos hablan de lo mismo: qué pasa cuando olvidamos por qué hacemos lo que hacemos.
La primera historia es la de Pantone. Y para entender el momento extraño que vive hoy hay que mirar hacia atrás, a su origen.
Cómo nació el Pantone que conocemos hoy.
A finales de los años 50, la imprenta Pantone Printing era un caos cromático. Cada impresión salía distinta porque no existía una forma universal de comunicarse en color. “Rojo” significaba algo diferente para el diseñador, para el impresor, para el cliente, para la máquina. El color era una opinión.
Hasta que llegó Lawrence Herbert, un joven químico que vio en ese caos un problema… y en el problema, una oportunidad.
En 1963 desarrolló el Pantone Matching System: un catálogo numérico que estandarizaba el color como un lenguaje. De pronto, dos personas en ciudades distintas podían hablar de un “186 C” y saber que estaban hablando exactamente del mismo rojo. Fue una revolución silenciosa, casi humilde: Pantone no nació para ser tendencia; nació para ser claridad. Para resolver una necesidad real. Para que la industria (toda) se entendiera mejor.
Y bueno, algo pasó en el camino.
Este año Pantone eligió como “Color del Año” un blanco. Y no es que el blanco sea un problema en sí mismo (yo lo he usado, lo he defendido, lo he aplicado en museos y proyectos), pero proponer ese blanco como señal del futuro creativo tiene algo de desconcierto.
El blanco puede ser un lienzo, sí. Puede ser silencio, espera, pausa. Hace dos o tres años ese blanco hubiera sido recibido de una forma distinta, y no lo digo solo por decirlo: lo usé hace dos años para proponer otra cosa completamente distinta, en un contexto y un momento completamente distintos al de hoy. Pero este año, en este contexto global, un blanco como declaración de tendencia puede tomarse de una forma equivocada.
Cuando quitar el nombre de la puerta.
La segunda historia viene de Leo Burnett, el publicista detrás de algunas de las imágenes más icónicas del siglo XX. Pero más allá de su habilidad para crear figuras memorables, Burnett tenía una obsesión: el propósito detrás del trabajo creativo.
En un discurso famoso le dijo a su equipo que llegaría un día (siempre posible, siempre latente) en el que la agencia empezaría a bajar la calidad de su trabajo. Un día en el que aceptarían ideas mediocres. En el que harían trabajos sin alma. En el que el negocio se comería a la creatividad.
Y entonces dijo:
“Cuando eso pase, quiero que bajen mi nombre de la puerta.”
No era poesía. Era advertencia.
Un nombre sin propósito no significa nada.
Una puerta con un rótulo vacío es solo un pedazo de vidrio decorado.
Vuelvo a Pantone, y vuelvo al blanco.
Vuelvo al one-trick pony, al truco repetido, a la consistencia mal entendida.
Vuelvo a todas esas veces en las que una marca, una empresa o una persona olvida la razón por la que empezó, y se convierte en un recipiente hueco, en un espacio donde poner un nombre, un logo, un “color del año” sin que nada adentro lo sostenga.
Las dos historias (una de color, otra de creatividad) nos recuerdan lo mismo:
Que cuando perdemos el propósito, perdemos la dirección.
Y cuando perdemos la dirección, empezamos a llenar silencios con superficies.
Elegimos colores sin narrativa.
Pegamos nombres en puertas que ya no representan lo que sucede adentro.
Repetimos un truco creyendo que eso es estilo.
Pero tanto Pantone, como Burnett, como cualquier proyecto que valga la pena, nacieron de algo más profundo: una claridad de intención. Una razón. Un problema que resolver. Una convicción.
Y cuando recordamos ese origen, todo vuelve a alinearse.
Simon Sinek le dice el Why, el por qué hacemos las cosas; Seth Godin habla de significado; Victor Frankl habla de que el hombre busca sentido en lo que hace (y viene de una base filosófica de Nietzche de la que parten tanto Frankl como Sinek); Brene Brown habla de propósito como motor del coraje.
Lo importante no es el color en la portada ni el nombre en la puerta,
sino la intención que los sostiene.
Da incluso para una continuación, la semana que viene.
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