Hablemos del algoritmo y la intuición.
Porque no puedes predecir la sorpresa.
Hay días en que todo parece venir de golpe: una idea, una corazonada, una imagen que no sabes de dónde salió. Y sin embargo, no es magia, es memoria. Lo que llamamos “intuición” es solo la forma más elegante que tiene el cerebro de procesar lo que ya aprendió, lo que vivió, lo que observó sin decirlo en voz alta.
En el artículo de esta semana hablo de eso: de cómo las corazonadas son algoritmos humanos. Y de cómo, a veces, seguirlas nos lleva justo a donde necesitamos estar.
Quizá por eso me gustó tanto The Beast in Me, una serie que explora lo que pasa cuando dejamos que la mente y el instinto peleen por el control. Y también el nuevo episodio de SmartLess con Claire Danes, donde ella habla (con humor y ternura) de su vida fuera de cámara: de cómo la creatividad también nace del caos, la pérdida y la sorpresa.
Tres formas distintas de una misma búsqueda: entendernos mejor.
El algoritmo y la intuición.
Hace unos días, Spotify me recomendó una lista de canciones “hechas para mí”. La escuché un rato y tuve que apagarla: estaba muy bien, pero no me decía nada. Era una mezcla de sonidos que coincidían con mis hábitos, no con mis emociones. En los últimos años, los algoritmos han aprendido a conocernos mejor que nosotros mismos (al menos en teoría), pero entre la predicción y la conexión hay un abismo. Y es justo en ese espacio donde vive la intuición: ese impulso que nos hace tomar decisiones sin evidencia, pero con sentido. El mismo que, en marketing, diseño o arte, nos lleva a probar lo que “no debería funcionar” y termina funcionando.
Vivimos en una época en la que la creatividad parece haber sido reemplazada por la estadística. Todo se mide, todo se optimiza. Sabemos cuál es la hora ideal para publicar, qué colores generan más clics, qué estructura funciona mejor para un reel. Pero cuando todo se guía por datos, el resultado es predecible: un mundo de campañas que se parecen entre sí, de canciones con el mismo beat, de productos que parecen salidos del mismo molde. La paradoja es que mientras los algoritmos buscan eficiencia, los humanos buscamos sorpresa. Y la sorpresa, por definición, no puede predecirse.
Las corazonadas no son magia: son memoria comprimida. La intuición es el resultado de millones de microdecisiones pasadas que nuestro cerebro archiva y combina en segundos. Es información procesada sin que nos demos cuenta, fruto de lo que hemos vivido, leído, visto o sentido. Por eso a veces “sabemos” sin saber por qué. Es la mente reconociendo patrones complejos que los datos aún no pueden cuantificar. En cierto modo, es un algoritmo humano, pero con alma.
El algoritmo puede adivinar lo que te gusta.
La intuición, lo que te mueve.
La intuición no es un capricho: es una forma de inteligencia. Es la síntesis de todo lo que hemos aprendido (de la observación, la experiencia, el error) comprimida en una chispa. Es el momento en el que un diseñador de los ‘80 decide que un computador debe parecer amigable y le pone una sonrisa (hello, Macintosh), o cuando Dieter Rams elimina lo innecesario y deja solo lo esencial. Son gestos que no nacieron de un focus group, sino de una corazonada. En el mundo del gaming, también ocurre: nadie pidió un juego como Minecraft, y sin embargo cambió la historia del entretenimiento.
Eso no significa que debamos ignorar los algoritmos. Al contrario, son herramientas valiosas, la clave está en no entregarles el timón. Los algoritmos pueden ayudarnos a ver patrones, pero la intuición nos permite romperlos. Podemos usar la IA para generar ideas, organizar procesos o inspirarnos (como un copiloto que te ayuda a acelerar), pero la dirección sigue siendo nuestra. En diseño, marketing o arte, el propósito no es que la máquina piense por nosotros, sino con nosotros.
Y es que el algoritmo puede decirnos qué funciona, pero no por qué nos conmueve. Los datos pueden mostrarnos lo que la gente ve, pero no lo que siente. En un mundo que busca predecirlo todo, lo verdaderamente valioso sigue siendo impredecible. Tal vez la próxima gran idea no venga de un dashboard ni de un prompt, sino de ese instante irracional en el que decidimos confiar en lo que sentimos. Y ese, todavía, es un lenguaje que ninguna máquina habla con fluidez.
Para ver: The Beast in Me (Netflix)
Hay series que se disfrutan por lo que cuentan, y otras por cómo lo cuentan. The Beast in Me pertenece a las dos.
Claire Danes (la puedes recordar entre otras cosas por Homeland) interpreta a una escritora que intenta reconstruir su vida tras una pérdida devastadora, pero la historia se tuerce cuando su nuevo vecino (un magnate tan carismático como inquietante, interpretado por Matthew Rhys, a quien recuerdo más por Perry Mason que por The Americans) se convierte en su obsesión. Lo que empieza como curiosidad se transforma en una investigación íntima sobre la verdad, la culpa y los monstruos que todos llevamos dentro (aunque como veremos, algunos más terribles que otros).
Visualmente elegante, emocionalmente incómoda (es decir, te mantiene en el borde del asiento en todos los episodios), es una de esas series que te dejan pensando más en las sombras que en las respuestas.
La encuentras en tu Netflix de confianza ;)
Y si después de verla quieres seguir en esa misma frecuencia…
Escucha el episodio de SmartLess con Claire Danes. Es casi un making-of emocional: entre anécdotas bohemias, confesiones inesperadas y risas cómplices, Danes deja ver la persona detrás de los personajes. Una conversación ligera, íntima y brillante sobre cómo la creatividad (y la vida) rara vez siguen un guion.
Lo puedes escuchar en donde sea que escuches tus podcasts, y en el sitio web de Smartless: Smartless #280, Claire Danes.
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Como siempre Guille, muy oportuna esta entrega, no todo son números, las corazonadas también guían y abren puertas a soluciones más humanas.
Ojalá que "la próxima gran idea no venga de un dashboard ni de un prompt, sino de ese instante irracional en el que decidimos confiar en lo que sentimos. Y ese, todavía, es un lenguaje que ninguna máquina habla con fluidez".
Abrazo Guillermo!