Cuando la creatividad se queda quieta.
Sobre trucos repetidos, blancos que no dicen nada y la importancia de la intención.
Esta semana estuve pensando en dos ideas que, aunque parecen no tener relación, terminan hablando del mismo problema: la creatividad sin intención. Por un lado, el “one-trick pony”, esa tendencia a repetir lo que funciona sin preguntarnos si todavía tiene sentido. Por el otro, la elección del blanco más insípido como color del año de Pantone, una decisión que suena más a silencio que a propuesta.
Y en ambos casos aparece la misma pregunta: ¿qué pasa cuando confundimos neutralidad con consistencia, y repetición con estilo?
De eso va la entrega de hoy: de estilo, de intención, y de lo que pasa cuando elegimos no elegir.
One Trick Pony
“One-trick pony” es una expresión curiosa y un poco graciosa. En teoría, describe a alguien que solo sabe hacer una cosa. Un truco. Una solución. Pero en la práctica la usamos para señalar algo que no siempre es negativo: repetir lo que funciona. Ajustar lo que ya dominamos. Profundizar en lo que nos hace mejores. Eso no es falta de creatividad; muchas veces es exactamente lo contrario. La consistencia no debería confundirse con incapacidad.
El problema real aparece cuando lo repetido no viene del criterio, sino del miedo. Cuando la única razón por la que hacemos algo de la misma forma es porque no sabemos hacerlo de otra (o peor, cuando se copia lo que le funcionó a otro pensando que te va a funcionar a ti una, dos, tres veces…siempre). Lo veo en agencias, lo veo en propuestas creativas, lo veo en personas talentosas que, ante cualquier reto, aplican la misma solución como si fuera un comodín universal. Es el síndrome del martillo: si solo tienes uno, todo parece un clavo. Pero el mundo no está hecho solo de clavos, y mucho menos las ideas.
La innovación rara vez llega como un estallido dramático. La mayoría de las veces ocurre en pequeñas variaciones: mejorar lo que ya funciona, pulir un proceso, cuestionar una estructura, repensar algo que daba resultados pero que podría dar mejores, y es que la humanidad ha avanzado más por refinamiento que por ruptura. Cada mejora incremental es un recordatorio de que el progreso sucede en capas, y de que depender siempre de un mismo truco no solo limita la creatividad, sino que abre la puerta a estancamientos, monopolios de ideas y soluciones que envejecen rápido.
En cambio, cuando hablamos de estilo, de narrativa, de voz creativa, la historia es distinta. Los artistas que admiramos no nos entregan una obra completamente diferente cada vez; nos entregan variaciones de sí mismos. Reinterpretaciones. Expansiones. Un sonido que madura. Un universo que se amplía. Nos gusta reconocerlos, pero también nos gusta verlos crecer. Y esa es la línea exacta entre repetición y evolución: cuando lo familiar no se vuelve predecible, sino cada vez más interesante.
Lo mismo vale para nuestro trabajo. Podemos (y debemos) tener un estilo propio, un lenguaje visual, una forma de pensar. Pero ese estilo no puede convertirse en una cárcel. Cada proyecto, cada presentación, cada idea merece una exploración distinta. Un giro inesperado. Una solución que parta de lo que ya sabemos, pero que no se conforme con lo que ya hicimos. Ahí está la diferencia entre quien crea y quien se repite.
Porque el peligro no es repetir lo que funciona.
El peligro es repetirlo sin pensar.
La invitación, entonces, es simple: no confundas un truco con una identidad. No confundas consistencia con rigidez. Y no confundas una fórmula que te sirvió una vez con una herramienta que sirve para todo. Las soluciones creativas necesitan espacio para respirar, para evolucionar, para sorprender.
Lo que se repite sin conciencia se desgasta.
Lo que se repite con propósito se convierte en estilo.
El color del año que no quiso decir nada
Este año Pantone anunció su color del año y, por primera vez en mucho tiempo, la reacción global fue… silencio. No sorpresa, ni emoción, ni debate. Solo una especie de encogimiento de hombros colectivo: ¿en serio?
El blanco más insípido posible. Un color que ni siquiera se compromete con ser blanco: un blanco tofu, como lo describieron en Fast Company.
Y a ver, no tengo nada en contra del blanco. Es un color que carga con siglos de significados y proyecciones. Los arquitectos lo hemos usado como lienzo, como pausa, como punto de partida. En la facultad de arquitectura escuché mil explicaciones sobre los blancos de algunas obras de Richard Meier: que si representaban la suma de los colores luz, que si reflejaban el contexto, que si buscaban una pureza moderna. Años después leí una entrevista donde él mismo dijo: “simplemente me gusta el blanco”.
A veces el discurso es retroactivo.
Pero el problema no es el blanco. Es lo que significa elegirlo hoy como declaración cultural.
En un año donde la creatividad (y la innovación creativa) son necesarias para recordarnos que seguimos vivos, sensibles, presentes… proponer la neutralidad se siente pobre. Es un gesto extraño, casi desconectado del momento. En un mundo cargado de crisis, tensiones, sobreinformación y cansancio creativo, ¿la respuesta es un blanco diluido? ¿Un “no color” como símbolo de lo que viene?
Lo curioso es que otros sistemas de color se atrevieron. Sugirieron tonos profundos como el Phthalo Green, un verde oscuro elegante, lleno de intención, con un aire a tapicería de sofá Chippendale en un pub inglés. Un color que dice algo, que propone algo.
Pantone, en cambio, eligió el silencio cromático. Y no sé si es una declaración… o una renuncia.
Quizás mi percepción está teñida por experiencias previas. Cuando diseñaba exposiciones en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, con Sofía Ímber, el blanco tenía sentido: era práctico. Pintar paredes con colores fuertes implicaba más presupuesto, más tiempo, más repintes entre exhibiciones. El blanco, con suerte, recibía dos o tres gotas de negro para bajarle el brillo, pero nunca mucho más. Era un fondo que permitía que las obras hablaran.
El blanco funcionaba cuando no pretendía ser protagonista.
Pero proponerlo hoy como tendencia global (sin intención, sin narrativa, sin contexto) es otra cosa. Un color del año debería provocar, inspirar, proponer una dirección. No necesita ser estridente, pero sí tener una opinión. Ser un gesto. Un pulso. Una señal.
Un blanco absoluto, en este momento histórico, se siente más como un vacío que como un comienzo.
El blanco puede ser un comienzo, pero nunca debería ser toda la historia.
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